Los que
nunca archivan el corazón
Las lágrimas caen de pie, cuando las derrama un hombre. Zumba no es querido
por su hinchada, calienta en el vestuario, no en la cancha. Si aprender es
recordar, ignorar es de hecho haber olvidado. Debe darle bronca su misión,
porque esta ahí para quitarle alegría a la gente, para evitar lo más pasional
que tiene el fútbol que es el gol. Se percató de cómo subsisten los arqueros en
cualquier cancha. Hay pasto en todos lados, menos a la sombra de los palos. Su
humildad consiste en sentirse voz de su propia penuria. En fútbol, la distancia
que separa la alegría de la tristeza se mide en segundos.
Contra Macará fue el héroe de Emelec, tapó como si fuera la última vez,
corrigió su fortuna adversa; los dioses del fútbol le hicieron justicia a un
arquero que quiso ser Cervantes y terminó siendo Quijote.
Existen jugadores proletarios que trabajan para los rococó que vuelan sobre
el pasto. Para que un talento haga fútbol lírico, el otro se tiene que poner a
galopar y transpirar.
Los dos son necesarios para el equilibrio del equipo.
Luis Caicedo es el jugador del pueblo en furia: cuando llegó a Barcelona su
físico no entusiasmaba a nadie. Su talento tenía pocas posibilidades de
sobrevivir. Pero él guardaba aún muchos argumentos: el de la voluntad, el de la
abnegación. Convenció al balón para que vaya a donde él lo deseaba, buscando
los pies de un compañero o metiéndose en la red. Vivió por debajo de la línea
de las ovaciones, hasta que se impuso.
La memoria no se le ha caído, su fútbol nunca está desanimado; esto es: sin
alma. Juega respecto a la posición de la pelota y no del oponente. Localiza la
contra a la espalda de los rivales, mantiene la excelencia de su toque, para
habilitar compañeros entre una nube de piernas. Como él, pocos son capaces para
dar el último pase. Su remate tiene la particularidad de que se eleva y cuando
baja parece un cañón. Humilla tocando.
Ab. Roberto Bonafont - @robertobonafont
COLUMNISTA