Carlos
Muñoz.
Su personaje no perdió de vista el origen, las
costumbres, el barrio guayaquileño que supo transitar. Quizás por eso la tuvo
muy clara, nunca se puso en personaje, para aparentar lo que no era. Tenía
miedo a los relojes de muñequera, porque
allá al fondo se encontraba la muerte del domingo. Su rebeldía consistía en que
no quería ser distinto, sino que lo era.
Fue el actor
principal de los estadios ansiosos y colmados, del barro, de las tragedias, de
las Copas en alto y las cabezas hundidas por la derrota.
Desde Carlos Muñoz se veía el Monumental de
Barcelona, como una pintura irrepetible y clara. Y si él jugaba se encendían
las luces y la pasión no se quebraba. Porque volvía el pájaro de fugaces
vuelos. Lo llamaban Carlitos por la prestancia y fineza de su juego, su fútbol
era de concertista. Se lo veía hacer cosas de otro mundo, pero no con cualquier
camiseta, sino con la número siete, a la cual conocía desde que ella era número
cuatro. La recogió cuando estaba colgada sin dueño en un alambrado de patio suburbano. Para no gastarla se la
ponía al revés. Así se animaba a los duendes que habitaban dentro de ella, y
Carlos Muñoz entraba en la danza de la pelota y sus misterios; mostraba un fútbol
de maestro y de jugador de seda. No es fácil arremeter contra la nostalgia. Cuesta
mucho jugar contra los recuerdos. Nos vamos arrimando al amanecer de la década
del noventa.
Por las solitarias calles vagaba en sus noches de insomnio. Se ponía tan
triste que hasta la lluvia se quedaba viéndolo a él. Carlitos confiaba en el
viento, porque el viento se llevaba las palabras, la envidia, la fama, pero no
se llevaba el bien hecho. Su primera hija le significó alegría y refugio. Me lo
contó a esas horas en que se charla
mucho y nunca se hace tarde. ¨El tiempo lo borra todo, lo destruye todo… yo
hubiera querido morir junto con el último gol que le hice a El Nacional y de
consuelo ganamos el vice campeonato. No me gustó salir segundo. Yo quiero
siempre ser campeón.
Un golpe contra el vertical cuando me lancé de palomita buscando el gol, y estaba atendido¨, lo dijo con una marcada amargura, para rematar con una risa brusca y nerviosa. ¡Que tragedia! La broma no alcanzó a suprimir de su rostro esa melancolía que a veces lo acompañaba. Carlos Muñoz no imaginaba que horas después de los tres goles que le hizo a
El Nacional se iba a encontrar con la muerte -26 diciembre 1993- El destino no estaba escrito en los astros sino en la sangre. Eran las últimas imágenes que nos quedaban de Carlos Muñoz, mientras se terminaban de escribir solitos, esos gruesos rasgos de una vida de novela. Novela de joven pobre y marginal. Leyenda de campeón que recorrió la cancha gambeteando rivales. Relato de vida vivida raudamente. Novela de un final que se veía presentarse como ineludiblemente trágico. Una lágrima conspiradora quiere asomarse y, tal vez para recibirnos de inmutables, preferimos decir que se mató a cielo abierto (la muerte llegó puntual). Manejando a todo vértigo, como a él le gustaba. Sí, murió bajo cielo abierto. Murió libre como el viento, con necesidad de correr. ¨Yo soy Carlos Muñoz, no soy un santo, soy algo mejor: un ser humano.
Con todos mis errores, con todos mis pecados, yo soy Carlos Muñoz. En la historia de Barcelona escribí varias páginas. Algunos de los que me criticaron las tienen en blanco y no las podrán llenar¨. 18 años después, no me pregunten por quién doblan las campanas, están doblando por un hombre que quiso derrotar a la vida y se encontró con la muerte.
Jean Pierre Bonafont
Un golpe contra el vertical cuando me lancé de palomita buscando el gol, y estaba atendido¨, lo dijo con una marcada amargura, para rematar con una risa brusca y nerviosa. ¡Que tragedia! La broma no alcanzó a suprimir de su rostro esa melancolía que a veces lo acompañaba. Carlos Muñoz no imaginaba que horas después de los tres goles que le hizo a
El Nacional se iba a encontrar con la muerte -26 diciembre 1993- El destino no estaba escrito en los astros sino en la sangre. Eran las últimas imágenes que nos quedaban de Carlos Muñoz, mientras se terminaban de escribir solitos, esos gruesos rasgos de una vida de novela. Novela de joven pobre y marginal. Leyenda de campeón que recorrió la cancha gambeteando rivales. Relato de vida vivida raudamente. Novela de un final que se veía presentarse como ineludiblemente trágico. Una lágrima conspiradora quiere asomarse y, tal vez para recibirnos de inmutables, preferimos decir que se mató a cielo abierto (la muerte llegó puntual). Manejando a todo vértigo, como a él le gustaba. Sí, murió bajo cielo abierto. Murió libre como el viento, con necesidad de correr. ¨Yo soy Carlos Muñoz, no soy un santo, soy algo mejor: un ser humano.
Con todos mis errores, con todos mis pecados, yo soy Carlos Muñoz. En la historia de Barcelona escribí varias páginas. Algunos de los que me criticaron las tienen en blanco y no las podrán llenar¨. 18 años después, no me pregunten por quién doblan las campanas, están doblando por un hombre que quiso derrotar a la vida y se encontró con la muerte.
Jean Pierre Bonafont