El
domador del viento
Narciso fue un disparador de asombros, un símbolo de resistencia
inalterable, que honró la vida. Narciso se marchó del canario con el esplendor
entero. Partir es un adiós, la calidez de un abrazo, una lágrima escondida que
quiere echarse a volar.
Hechizó a una multitud que cantó su nombre conmovedoramente. La virtud no
necesita aclamaciones, las oye. Bastará con mirar un vídeo de su furia
goleadora para capturar un pedazo de su grandeza que continuará fusilando al
tiempo y aumentando la nostalgia.
Se lo recordará por la precisión de sus toques, la perfección de sus
cabezazos, y su remate de revés plano y cortado. Aquello que lo transformó en
una leyenda más cerca de la vid. Como nunca antes se vivió, el color amarillo
invadió las calles, las escuelas, las plazas, los televisores y los barrios.
La esperanza del más humilde y el poderoso se igualaron durante el
inolvidable momento. Como pocas veces lo sentimos, las tragedias tuvieron
consuelo y el optimismo derrotó al pesimismo, gracias a Barcelona. No, no se
apagó el sol. No, no se acallaron los rugidos tribuneros.
En el Monumental no ha quedado ninguna platea desierta, escuche. Todavía
siguen los cantos del campeón, que recorren los sentidos, humedecen el alma y
se disfrazan de eternidad.
Todavía resuenan esos aplausos que significan el más justo reconocimiento a
Narciso. Él siente en cada rincón de su piel cómo se le marca la emoción.
El 2 de diciembre del 2012, ya está metido en su corazón y seguirá latiendo
hasta siempre. Aquel día, el killer genial desató las furias de sus duendes,
gritó los dos goles que le faltaban y cumplió con la profecía (30).
Cuando
Narciso le regaló su camiseta a Costas fue un sonido distinto al sonido de la
apoteosis, fue una emoción diferente a la emoción del triunfo. Fue un gesto
sublime que juntó lo mejor del fútbol: gratitud, respeto y fe. Se fue Narciso
dejando una estela de gloria y admiración.
Se fue Narciso y ya duele el vacío.
Ab. Roberto
Bonafont - @RobertoBonafont
COLUMNISTA