Hay jugadores que por miedo no llegaron donde deberían y otros llegaron de puro machos.
Existe unanimidad en reconocer a Matías Oyola como el último ocho de grandes luces. Tenía un punto de barroquismo para esconder la pelota, la sacaba por atrás. Parecía que iba a regatear cambiaba de idea y terminaba dando un pase de treinta metros. La diferencia entre velocidad y rapidez en el fútbol: veloces eran Bolt y Jesse Owens. Rápido era Matías.
El tornillo que Barcelona necesitaba para estabilizarse en el medio. Ocho distribuidor, tocaba cien balones perdía cuatro. Un fogonero distinto. Corría la cancha en forma transversal hasta conseguir el cuero. Fino para tirar centros pasados. Nunca dio la espalda en los momentos límites.
Su virtud era la voluntad. El amor por los colores amarillo y negro. Un metedor, con fuerza en la pegada. Bajaba a defender, le sobraba aire, y subía como un relámpago. Cuando el pase le llegaba de su portero, la mataba con el pecho, la dejaba caer y lanzaba largo para el 9, no hacía falta mirar era gol.
Fue un mandamiento ponerle el instrumento al mejor perfil de quien iba a recibir, al pie que más le convenía a la jugada. Daba el balón con cualquier parte de los pies. En la corta y en la larga. Gambeta y potencia de arranque impresionante, cambio de marcha sobre el mismo pique. Tiene el final abierto. Todos prenden velas para que vuelva. Camina en el umbral de los 37 años, convocando a los que llenaron sus tardes de ovaciones y de goles. Se hace un poco difícil entender y disfrutar a Barcelona sin Matías. Lo buscan donde ya no está. Entonces los nostálgicos cierran los ojos para verlo por dentro. Y aparece el juego emotivo, excitante, ese que dejaba temblando a la tribuna después que el silbato decretaba el final.
Ab. Roberto Bonafont
COLUMNISTA